Fue a comienzos del pasado verano, cuando, tras
regresar de una de esas noches al borde del mar que tanto gustaban a
Kavafis, mi hermano de alma Juan de Dios, profesor de Filosofía en mi
antiguo centro de Alhama de Murcia, me hizo ver la luz. “Yo siempre les
digo a mis alumnos que la Filosofía no sirve para nada. Que ya está bien
de que estudien cosas que sirven para algo, que me sigan, que se dejen
llevar en nuestro recorrido por los laberintos de la filosofía y que, al
final de curso, mediten si son los mismos que eran al comenzar”.
Ya dijo Aristóteles que la grandeza de la Filosofía
está en que no está al servicio de nada ni de nadie, sino que busca el
saber por sí misma. Y creo que fue Sócrates quien aseverara que una vida
que no es pensada no merece ser vivida. Ni más ni menos.
Y tiene razón Juande: el latín no sirve para
nada, como la música, pero, para mí, una vida que no estuviera
acompañada por la música y, ¿por qué no?, por el latín no sería vida.
Soy padre de dos niños, Aris y Edu. El mayor cursa
ahora 4º de la ESO y va coger Latín en 1º de Bachillerato. Me tocará
entonces responderle a él para qué sirve el Latín y, me barrunto, no
puedo soltarle las borderías de antaño, más que nada por miedo a los
improperios que me puede lanzar su madre. Y 6 años después habré de
hacer lo mismo con su hermano.
Mirad, hijos, desde el punto de vista de la sociedad
materialista en la que vivimos, es verdad que el latín no sirve para
nada, que no se habla en ningún sitio corrientemente, que no os vais a
hacer ricos con él ni os van a llamar para la nueva edición de Gran Hermano y, encima, os van a mirar raro si decís que estudiáis latín.
¿Cómo explicaros el hormigueo, las “fuertes
emociones” que siente uno al desentrañar y traducir un texto griego o
latino? Es algo semejante al placer por el trabajo bien hecho, por la
belleza de su acción que experimentan los forenses que realizan la
autopsia a un cadáver para hallar la causa de su muerte y atrapar al
asesino. Sí, esos forenses que están tan de moda en las series
televisivas como C.S.I. o Bones y que tanto gustan
a vuestros compañeros de clase. Pues bien, los traductores somos los
forenses de lo que los grandes maestros de la Antigüedad dejaron
escrito. Y disfrutamos tanto metiendo el bisturí en sus frases, en sus
expresiones, en sus palabras y vertiendo éstas a nuestra lengua materna,
que deseamos compartir este don con nuestros alumnos, aunque ni éstos
ni el resto de la sociedad esté aún preparada para valorar este regalo.
Mirad, chicos: durante gran parte de la Edad Media el
griego desapareció de la Europa occidental y se olvidó casi por
completo, ignorándose cómo se leía inclusive. Gracias a la impagable
labor silenciosa de algunos monasterios y de las escuelas de traductores
de los reinos islámicos, se pudieron copiar muchos manuscritos y
transmitir de generación en generación, pero en ese largo camino se
perdieron para siempre jamás miles de obras. Pensad que en esta época se
hablaba un latín macarrónico, gracias a que era la lengua de la
Iglesia, pero se despreciaba todo lo griego e incluso lo latino que no
fuera religioso.
No podemos permitir que se vuelva a repetir ese error
y que el Latín y el Griego caigan de nuevo en el olvido, pues pasaría
como el idioma de los íberos, que pueden leerlo, pero nadie sabe lo que
dice porque son incapaces de traducirlo y comprenderlo hoy por hoy. Los
Clásicos somos, entonces, también los transmisores, los guardianes de
nuestras lenguas y culturas.
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